Un duelo filmado es siempre muy parecido a un sueño traducido en planos cinematográficos. Alguien ha muerto. Alguien le pregunta a la hija de la muerta qué se siente ante el hecho de seguir viva. Tal vez la respuesta es la película, tal vez no, pero algo parece indesmentible: la índole experimental del montaje (pantalla dividida en ocasiones, desinterés continuo por hilvanar un relato transparente) y la naturaleza del registro (en súper 8) provocan un clima entre ominoso y volátil, propio de una pesadilla que no llega a ser o de la conciencia extrañada ante los primeros días de atravesar la pérdida de un ser querido. El título en ese sentido señala todavía más la intersección paradójica entre la vida y la muerte, en tanto que las flores siempre están para negar el olor de la putrefacción del reino de lo inanimado sacrificando entonces la autonomía de su hermosura para quedar asociadas en su destino a los cementerios. (Roger Koza)